La caída en la producción de petróleo y gas, una constante de los últimos diez años, es un problema que el Gobierno no supo resolver. Ante ese escenario, la administración de Cristina Kirchner adoptó una medida extrema, que es la expropiación de YPF. Lo que cabe señalar es que este giro es una reacción ante el problema, pero no es necesariamente su solución.

La petrolera estatizada es responsable de aportar menos del 40% del crudo que se procesa en el país. Eso significa que más allá de la decisión de Repsol de diversificar sus esfuerzos en otras regiones del mundo (Brasil, Africa Occidental y el Golfo de México) y de que las utilidades de los últimos años no fueron reinvertidas plenamente por el acuerdo de ingreso de los Eskenazi, hubo fallas de política sectorial.

Si hay algo que marca una diferencia clave entre una empresa estatal y una privada, es que el Estado es el único que puede perder dinero a propósito. YPF podrá priorizar la elaboración de la nafta más barata o cobrarle menos a Aerolíneas por el combustible, restando ingresos a su balance.

Al Gobierno este rumbo tal vez le achique gastos en otras cuentas. Pero YPF no es un barril sin fondo.

El aumento de la producción global de hidrocarburos depende de una inyección de dinero que ahora tendrá que poner el Estado, o sea todos.